León Krauze.
He entrevistado dos veces a Andrés Manuel López Obrador. Han sido conversaciones largas. La primera ocurrió antes de las elecciones del 2012. Encontré a un López Obrador elocuente. Al final de la charla quise acercarlo a una reflexión más íntima. Le dije que tenía un hijo de cuatro años, un poco menor que su hijo Jesús Ernesto. Le pregunté cómo debía yo explicarle, años más tarde, a mi hijo quién había sido Andrés Manuel López Obrador. “Dígale que he sido un luchador social”, me respondió. Encontré en su respuesta una emoción genuina. Parecía creer realmente en su identidad como una suerte de protector de los mexicanos más amenazados y marginados. Había en su mirada un sentido auténtico de misión y, creo, de compasión.
¿Qué le ha pasado a López Obrador?
El hombre que la semana pasada cerró su conferencia de prensa matutina con un chiste cuando buena parte del país había amanecido sacudido por una tragedia horrenda no es el mismo con el que conversé hace once años. El presidente insiste en que no escuchó las preguntas –casi las súplicas– de los reporteros sobre el caso de los jóvenes secuestrados en Lagos de Moreno. Eso puede discutirse. Podemos darle el beneficio de la duda (aunque parece improbable). Al final, importa poco. Lo que realmente importa es que el presidente conocía el video del horror. Ahí sí, no hay manera alguna en que López Obrador no escuchara. Él mismo ha explicado que nada ocurre en el país sin que él lo sepa. Dada su manera de mandar, hay que creerle. Concluyamos, entonces, lo inevitable: conocía el video. Sabía del destino terrible de los muchachos de Jalisco y tomó el escenario esa mañana sabiendo que cinco familias mexicanas atravesaban por el mayor de los horrores, y millones más habían sido expuestos a la barbarie a través de las imágenes. A pesar de eso, optó por la sonrisa, el chiste, la chorcha. Frente al dolor, la indiferencia.
No es el López Obrador que conocí en el 2012
¿Qué es, entonces?
Es un hombre obsesionado con el poder y, peor todavía, consigo mismo. López Obrador ha dicho que se debe a los demás, llegando incluso al éxtasis retórico aquel del “ya no me pertenezco”. Insiste, pues, que vive para el pueblo que gobierna, que no piensa en sí mismo. Pero eso no es verdad. En los últimos años, el presidente se ha encargado de confirmar que básicamente piensa en sí mismo —en su legado, en su lugar en la historia, en su poder— antes que en todo lo demás. De ahí que insista en victimizarse en casi cualquier circunstancia. Las víctimas no son los niños sin tratamiento de cáncer. La víctima es él. Las víctimas no son las madres buscadoras. La víctima es él. Las víctimas no son los migrantes asfixiados entre las llamas. La víctima es él. Las víctimas no son los muchachos de Jalisco. La víctima es él. Una y otra vez.
La conclusión de este patrón es ineludible. El hombre que aseguraba mirar siempre hacia los otros ha descubierto el poder del espejo y se ha enamorado de su semejanza. Incapaz de ofrecer una disculpa o reconocer un error, no hace más que mirarse a sí mismo. Se ha perdido moralmente en los pasillos del palacio. Al final, al luchador social se lo comió el poder.