Diego Fernández de Cevallos.
El violento huracán sobre Acapulco y otras partes de Guerrero dejó al menos 48 muertos, varios desaparecidos, ruinas, miseria, hambre, caos, rapiña y desolación. Ahora sigue la dolorosa y larga reconstrucción material y social, pero el gobierno está obstaculizando criminalmente la ayuda de la comunidad.
No sorprende la respuesta gubernamental: lenta, torpe, mentirosa, irresponsable, facciosa y patética. Son las prendas de su ADN.
El gigante de Palacio, el emperador más amado en el mundo, el pletórico de bondad, talento, gracia y simpatía, en esta nueva adversidad resultó ser, otra vez, un pequeñín tontiloco, oriundo de Liliput y damnificado en un charco.
Veamos:
1) 10 horas después de haber pasado el aironazo solo atinó a decir: “no sé nada”.
2) En seguida, cuando todos los medios informaban de los deslaves y destrozos en esas carreteras, trepó en su camioneta rumbo al antes bello Acapulco.
3) A media travesía se atascó, cambió de vehículo y se volvió a atascar; y a la tercera atascada, él y sus secretarios acompañantes fueron rescatados en una camioneta de redilas, propia para transportar piedras, majada, bultos y animales.
4) Pasadas muchas horas, la necedad imperial arribó a la 3a. Zona Naval de Guerrero y fugazmente “giró instrucciones”; le urgía regresar en helicóptero a Ciudad de México y estar en su mañanera para informarnos de lo ya informado por los medios de comunicación. Ninguna novedad. Lo único relevante fue cuando dijo: “corrimos con suerte”. Quizá se refirió a él y a sus acompañantes.
En seguida, obnubilado en su delirium tremens y violando la Constitución, ordenó entregar toda ayuda a los damnificados únicamente a través de los militares.
Sin embargo, ahora se vive lo peor: después del horror padecido, muchos cientos de miles de personas apenas comienzan a sufrir lo más brutal de la dolorosa tragedia: ver perdida parte o la totalidad de su patrimonio, quedar sin empleo ni bienes para subsistir, y seguir expuestos a más pillajes y asaltos de chusmas desbordadas, con la complacencia demostrada por el gobierno.
Para completar tan funesto escenario, se añade la desbocada lucha por el poder a lo ancho y largo del país, en la cual toda la fuerza del gobierno, haciendo escarnio de la ley, tratará de imponer en las próximas elecciones a su corcholata y corcholatitas, con la venia y concurso del crimen organizado. Pruebas de ello son, entre otras: los ataques al Poder Judicial, el dispendio de dinero público para sus campañas y su leva electoral, así como las caravanas de sicarios fuertemente armados recorriendo caminos y visitando pueblos con total impunidad.
Por cierto: si la Constitución prohíbe la reelección, y la corcholata se exhibe como fiel muñeca del ventrílocuo, su postulación para la Presidencia resulta claramente inconstitucional.