Teresa Rodríguez de la Vega Cuellar.
La aprobación de la Ley General en Materia de Humanidades, Ciencias, Tecnologías e Innovación, en virtud de la cual el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt) abre paso al Consejo Nacional de Humanidades, Ciencia y Tecnología (Conahcyt), ha dado lugar a las reacciones más disímbolas: desde quienes nos alertan sobre un inminente retroceso en el desarrollo científico nacional y denuncian un supuesto atentado contra la libertad de investigación y “las normas académicas”, hasta quienes vaticinan el fin de los privilegios de la élite académica y celebran la entrada en vigor de una política científica con orientación social.
Como en muchos otros temas, si bajáramos el ruido de fondo de los aspavientos, quizás podríamos escucharnos y hacernos escuchar.
Por un lado, no se puede regatear el avance que representa el hecho de que la política pública en materia de producción y divulgación del conocimiento incorpore explícitamente a las humanidades y a las “disciplinas creativas” en el mismo rango que ya se daba a la investigación científica y la innovación tecnológica. Del mismo modo, se antoja difícil impugnar que la normativa en la materia adhiera a principios en que conviven máximas cognitivo-epistémicas con coordenadas ético-políticas (rigor epistemológico e igualdad, solvencia e interculturalidad, libertad de investigación y diálogo de saberes, progreso científico y perspectiva de género, independencia de juicio técnico y democracia, etcétera), lo que la pone a tono con las orientaciones más avanzadas en el campo de la epistemología, la filosofía de la ciencia y los estudios sociales sobre ciencia y tecnología (el pluralismo epistémico, las epistemologías del sur, la epistemología feminista, entre otras).
Al mismo tiempo, la nueva ley incorpora criterios de universalidad y piso parejo apenas suficientes para comenzar a paliar algunas de las secuelas más agudas de décadas de hegemonía meritocrática y productivista en el ámbito de la investigación científica y humanística (la estratificación del trabajo académico, la elitización de los programas de posgrado, el extractivismo académico, la mercantilización y atomización de la investigación, la cultura del plagio, el refrito y la simulación, el abandono de la docencia, etcétera).
Quien no reconoce estos avances en la normativa recién aprobada, o bien está analíticamente impedido por sus fobias, o está protegiendo privilegios que, por la fuerza del hábito y la costumbre, confunde con merecidos reconocimientos a su esfuerzo y “méritos académicos”.
Ahora bien, la incorporación de las secretarías de Marina y Defensa Nacional a la junta de gobierno del órgano encargado de la política pública en materia de la investigación científica y humanística, no es sólo preocupante, es sencillamente inadmisible.
Poco importa que materialmente la Sedena y la Semar representen sólo dos de los 20 votos que habrá en la junta de gobierno del Conahcyt; estamos ante una cuestión de principio: en una sociedad democrática y de vocación pacifista, las fuerzas armadas (de tierra, aire o mar) no tienen cabida en la definición de las políticas públicas en materia de investigación científica y humanística. Se entendería que se les contemplara en órganos consultivos a los que el Conahcyt pudiera acudir para estar al tanto de sus necesidades y aportes en materia aeronáutica, de salvamento y prevención de desastres, por poner algunos ejemplos; pero la participación con voto de militares y marinos en el órgano rector del consejo enmudece en los hechos a la letra “H” que aparece en las nuevas siglas del Conahcyt, ratificando el rasgo menos humanista del gobierno de la 4T.
Resulta por demás revelador que este delicado aspecto de la normativa recién aprobada no figure en llamado de quienes siempre se han opuesto a los paros estudiantiles y han criminalizado a sus participantes, pero ahora convocaron a parar las universidades y centros de investigación contra la reforma el 2 de mayo. Con ellos, ni a la esquina.
La Jornada